Cada mañana, Valentina Arellano toma un pequeño desayuno y sale de casa a las 6:00, acompañada por su madre, para atravesar una de las «trochas» sobre el río Carchi, la frontera natural entre Ecuador y Colombia.
PUBLICIDAD
Tiene nueve años y nacionalidad colombiana, pero vive del lado ecuatoriano de la demarcación, en una humilde casona ubicada junto a una antigua sede de estilo neoclásico de la Policía de Aduana, hoy en desuso.
La pandemia mantiene desde hace más de un año la frontera binacional clausurada para el tránsito de personas. Este factor no ha impedido que la menor, quizá en honor a su nombre, se llene de valentía para atravesar el desfiladero que separa los dos países y cumplir con el sueño de estudiar.
«Me gustan las matemáticas», explica a Efe la escolar, consciente del peligro que corre, ya que, «cuando llueve sí, es muy resbaloso y me sabe dar miedo porque puedo caer a la peña».
Sin internet ni computadora
El de Valentina no es el único caso de niños o maestros en Ecuador que se han visto obligados a buscarse la manera de seguir en la escuela.
Pero sí uno de los más extremos conocidos Alrededor de 90.000 escolares, de los más de 4,3 millones de niños en el país, se encuentran fuera del sistema educativo por las dificultades agudizadas por la covid-19, según alertaba un estudio de Unicef a comienzos de año.
Unos por no disponer de ordenador para clases virtuales, otros por no tener internet, y muchos, por las dos razones.
Es precisamente el caso de Valentina, cuyo objetivo cada día es llegar a casa de su tía al otro lado de la frontera, a 1,5 kilómetros, porque tiene ordenador e internet, algo que no se puede permitir su familia.
PUBLICIDAD
«Le toca pasar allá esa trocha todas las mañanas y viene acá para continuar con sus tareitas», comenta a Efe su tía Narcisa Guadalupe, madre de tres y abuela de dos pequeños, con los que Valentina tiene que compartir ordenador y celular para formarse.
Con dos largos cachitos (coletas) y un coqueto collar con la palabra «Love» (amor), la menor muestra con orgullo varias menciones de honor que ha recibido de la escuela Tomás Arturo Sánchez, en el vecino municipio colombiano de Ipiales, donde está registrada.
En tiempos normales, le llevaría unos 10 minutos llegar a su escuela en autobús, pero no en pandemia.
Peligrosa travesía
Al despuntar el día se coloca su mochila de estampados rosados y junto a su madre, que calza botas de goma para evitar resbalones, salen para llegar a su clase virtual a las 6:30.
Su tío abuelo, Raúl Arellano, con el que vive, explica que la menor perdió un año debido a la falta de medios para poder seguir las clases, por lo que este curso tuvo que repetir cuarto de básica.
«Desde que hubo esta enfermedad (covid-19) perdió un año, un año que no estudió, entonces tocó mandarla» al otro lado, refiere.
En su travesía, madre e hija suelen cruzarse con militares que regresan de darse un baño en unas aguas termales descubiertas en 1939 junto a la vivienda familiar.
Y pese al cierre de fronteras, las fuerzas de seguridad hacen la vista gorda a Valentina al entender que se trata de un caso humanitario.
«Me dejan pasar porque mi abuelito les pide», aclara la niña, aunque matiza que «a cada rato, los cambian».
Un perro las acompaña por la mañana en medio del abismo cual guardián moral y según avanzan se divisa el río fluir a varias decenas de metros de sus pies, donde han perdido la vida en los últimos años decenas de migrantes, en su mayoría venezolanos.
Ya en el lado colombiano, la niña circunvala el paso fronterizo dejando atrás el Puente Internacional de Rumichaca, para llegar a una empinada quebrada que la deja sin aliento.
Tras conocer la situación de Valentina, varias instituciones y personas a título individual donaron a la menor útiles escolares. La Dirección de Educación de Ipiales incluso le regaló una tableta para facilitarle el aprendizaje.
«Pero no sé por qué todavía no le puede entrar lo de la tarea», afirma su progenitora, Miriam del Carmen Arellano, una viuda desempleada que pide a dios, «vida y salud hasta que mi hija pueda defenderse sola», y llegar a verla de policía, su máxima aspiración para «ayudar a otros».
Valentina solo pide a los niños, «que valoren sus estudios» porque, «ellos pueden hacerlos en la casa, yo tengo que alejarme de mi familia».
A última hora de la tarde ambas abandonan el hogar de la tía, atraviesan entre varios camiones de mercancías en el cruce oficial, bajan y suben el precipicio para llegar sanas y salvas a casa, toda una larga e intrépida jornada escolar. EFE