Por Felipe Herrera
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El viaje físico es en un vuelo de bajo costo. Atraviesa el cementerio del Mediterráneo desde Madrid y aterriza en el Aeropuerto Internacional de Sofia, la capital de Bulgaria. Pero en esas tres horas lo que uno en realidad hace es un viaje en el tiempo: llegar a Sofia es como volver 40 años, cuando las grandes ciudades occidentales del Tercer Mundo aún no estaban atestadas de gigantescos rascacielos, enormes malls ni edificios “inteligentes”.
Bulgaria está en la cola de esa región que no termina de cicatrizar y que se llama los Balcanes. Esa región de la que el primer ministro británico Wiston Churhill dijera alguna vez que produce más historia de la que es capaz de consumir. Un destino exótico e inusual, inexistente en los folletos de viajes y alejado del esplendor de las torres eiffeles, los parlamentos británicos y los bancos centrales europeos.
Comparte 240 kilómetros de frontera con Turquía y otros tanto con Grecia. Una frontera que fue reforzada por los búlgaros debido a las decenas de miles de refugiados que buscan entrar al país, y así a la Unión Europea.
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El país más pobre de la UE decidió que le salía más rentable pagar 120 millones de euros en una valla fronteriza que el millón de euros mensuales que le costaba reforzar las patrullas.
Sofia, la coqueta
El avión, o la máquina del tiempo, me dejaron en Sofia en mitad de una noche fría de los años 70. Los edificios son iluminados por unas lucecitas naranjas muy tenues, que muestran soledad. Sobre ellos, luces cuadradas delatan la presencia de edificios departamentos de bloques, típicos de los paisajes de Europa del Este. Hay anuncios de marcas occidentales, pero muy antiguos.
Si no retrocedí unos 40 años durante el viaje, entonces Sofia es un lugar que se quedó pegado, donde el paso del tiempo no es ni siquiera una ilusión. Como si nunca hubiese caído el Muro de Berlín, como si la Unión Soviética siguiese siendo la potencia regidora del destino de los 7,4 millones de habitantes del país más pobre de la Unión Europea.
Los datos, siempre fríos, así lo confirman. El salario mínimo es de 230 euros y el promedio, de unos 340. El PIB per cápita sobrepasa por poco los 7.000 dólares. En Francia, el sueldo mínimo es de 1.100 euros y el promedio, de 3.171 euros. En España, el sueldo mínimo es de 826 euros y el promedio, de 2.226 euros, según datos oficiales.
Sofia, situada en un punto clave entre los montes nevados Vitosha y las montañas de los Balcanes, fue fundada por los tracios y conquistada por Filipo II de Macedonia y Alejandro Magno. Después fue tomada por los romanos, quienes hicieron las mayores obras de infraestructura cuyas ruinas están en pleno centro de la ciudad.
De día, Sofia se muestra muy coqueta, entre el descuido y la preocupación por los detalles. Las veredas están siempre rotas, las calles irregulares, los tranvías son antiguos, procedentes de Checoslovaquia.
Pero los parques céntricos son verdes y limpios, como el Parque de los Médicos. Los árboles se llenan de cordones y corazones rojos, tradición de las parejas búlgaras para confirmar su amor en primavera. Las mujeres salen con sus niños en coche a tomar el sol, que aparece a principios de abril después de un durísimo invierno, en el que la mínima puede llegar a -30 grados.
Aunque basta caminar algunas cuadras para encontrarse con la cara tercermundista. Mendigos pertenecientes a las minorías segregadas por la sociedad piden dinero en la calle. Caras morenas en grupos de 5 o 6 personas, con muchos niños, habitan en las bancas de los parques a la espera. Son refugiados, quienes han llegado a Bulgaria con la esperanza de salir lo más rápido de ahí. Ni el sistema de salud ni de eduación ni de vivienda les ofrece la posibilidad del futuro que sí les ofrece Alemania. Incluso los mismos búlgaros se han ido en masa a trabajar a otros países de la UE, de la cual son miembros desde el 2007.
Entre lo nuevo y lo viejo
Como dijera Antonio Gramsci, es donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer donde surgen los monstruos. En noviembre hubo elecciones presidenciales y ganó un ex piloto de la Fuerza Aérea con un discurso ultranacionalista y prorruso. Rumen Radev obtuvo casi el 60 por ciento de los votos en una candidatura apoyada por el Partido Socialista de Bulgaria, los herederos del antiguo Partido Comunista Soviético.
“De todas formas, “La figura del presidente es principalmente ceremonial. Las cosas más imporantes que puede hacer son disolver el Parlamento si es que no aprueba un gobierno, y vetar leyes”, me dice Aleksandrina Georgieva, periodista del Dnevnik (“diario” en búlgaro) y amiga que me recibió en su departamento, en un edificio de cinco pisos ubicado en un barrio central de Sofia.
Y el 26 de marzo, en las elecciones parlamentarias, ganó el partido Gerb, proeuropeísta y conservador, con un discurso implícitamente hostil hacia los extranjeros y hacia las minorías: gitanos, turcos y refugiados. “Los del Gerb están absolútamente en contra de cerrar las fronteras de la Unión Europea para bloquear la ruta de los migrantes, pero al mismo tiempo están construyendo un muro en la frontera con Turquía”, me explica Aleksandrina.
Aún así, al obtener solo 95 escaños de 240, tendrán que negociar políticamente con los ultranacionalistas, en una alianza inédita. “Elegimos lo menos malo”, dice.
La influencia rusa
Bulgaria fue el país no miembro de la Unión Soviética que tenía mejores relaciones con Moscú. Para los rusos, sigue siendo un enclave importantísimo para tener influencia en la región. Con la caída de la URSS, el país entró en una crisis económica y política profunda, que pareció ir superando durante la década del 2000 con la aplicación de políticas capitalistas para formar una economía mixta. Pero la crisis del 2008 lo volvió a echar todo a perder, me cuenta Milenski, el novio de Aleksandrina.
Este apego también es cultural. La Catedral de Alejandro Nevski, cede de la Iglesia Ortodoxa de Bulgaria (principal religión del país) y uno de los puntos turísticos de Sofia, fue construida en homenaje al Imperio Ruso por la liberación del país del Imperio Otomano en 1878. Y cerca de ahí, el Monumento al Ejército Soviético construido en 1954, homenajea y conmemora la liberación del país del fascismo durante la Segunda Guerra Mundial. Sofia fue brutalmente bombardeada.
Quizás esto explica que, según una encuesta de Gallup International, a la pregunta sobre quién les protegería en caso de una agresión externa, los búlgaros, que son miembros de la Otan, hayan escogido a Rusia.
Punto de encuentro entre culturas
Las diferencias en los rasgos de la gente son consecuencia de siglos y siglos de ocupaciones y liberaciones romanas, eslavas, otomanas y rusas soviéticas. Así, hay personas con cara muy eslava, de mentón corto y cuadrado, tez pálida, ojos azules y colores pasteles, pelo negro o rubio. Y hay otras de colores tostados, narices grandes y gruesas, facciones más bruscas.
En pocas decenas de metros a la redonda hay una iglesia católica (la única de la ciudad), una mesquita y una sinagoga. Las tres componen el llamado triángulo religioso.
En la calle, la gente susurra, habla o grita de un lado a otro en búlgaro, el primer idioma en haber sido escrito con alfabeto cirílico, inventado por el misionero búlgaro San Cirilo en colaboración con otros misioneros bizantinos en el siglo IX. Sus traducciones de la Biblia llegaron hasta Rusia, exportando también el alfabeto. “Los rusos nos lo robaron”, dice Aleksandrina, medio en broma medio en serio.
Entonces todo está escrito en cirílico búlgaro, lo que favorece a la impresión de haber vuelto cuatro décadas en el tiempo. Cuando la política del país estaba regida por lineamientos soviéticos. Ese romanticismo, ese sentir que el país estaba mejor así, es el que está surgiendo entre los búlgaros.
Quizás el viaje en el tiempo no lo hice yo, sino que lo hacen los búlgaros hacia el anacronismo soviético. Aunque el que en realidad quieren hacer es el viaje hacia la estabilidad, hacia la vida tranquila. Como casi cualquier persona.