A Damary le tocaron la puerta y la hicieron madre. Sentada en su viejo sofá, mientras cenaba viendo un programa de televisión, escuchó que alguien golpeaba, apresurado. La joven de 23 años dejó su plato con frijoles y crema, y se levantó para recibir a su visitante. Entonces la vida le cambió.
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Abrió y frente a ella apareció un pandillero con una bebé en los brazos, envuelta en una desteñida sábana verde.
El pandillero, un joven de apenas unos 16 años, cara huesuda y moreno, sacó un teléfono y se lo entregó a Damary. "Te hablan", le dijo y se lo extendió.
Ella escuchó una voz que reconocía. Era la de un pandillero de su comunidad que estaba preso desde hacía menos de un año. "Ahí te van a entregar a la niña. Vos ya sabés de quién es hija. Cuídala porque si algo le pasa con vos nos vamos a entender. Te vamos a estar vigilando", recuerda que le dijo.
Pocas palabras. La llamada finalizó. Esa noche, el pandillero no sacó ninguna pistola. Le entregó a la joven una niña tan pequeña que ella calcula que no tenía más de cinco días de nacida. Damary entregó el teléfono y se metió a su casa sin poder preguntar mucho. Cuando cerró la puerta, le había nacido una hija de la nada.
Avanzó con su nueva cría en brazos hasta el viejo sillón donde tantas veces durmió a su propia hija, de 3 años. Se sentó y empezó a llorar.
Su madre, que minutos antes estaba durmiendo a su nieta, salió y se sentó a su lado.
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Damary le contó lo que había pasado. Pocas palabras. Más preguntas que respuestas. Ambas discutieron por un rato pensando cómo harían para mantener a dos bebés en una casa donde ninguna tenía empleo fijo.
Entonces, la madre, resignada, cerró la conversación pidiéndole a Damary que intentara ver a su nueva hija como una bendición. Luego vino el silencio y se echaron a dormir.