Imagínense mi angustia cuando, el día que me quedé sin internet, me di cuenta de que, en realidad, no soy dueño de nada.
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Han pasado exactamente tres años desde que me mudé a Estados Unidos para tomar este trabajo. Me ofrecieron un contenedor para transportar mis pertenencias desde Reino Unido, pero decidí deshacerme de la mayoría de las cosas que había acumulado en mis primeros 28 años de vida.
Esperaba, a medida que pasaba el tiempo, reemplazarlas gradualmente con nuevos objetos.
Pero en lugar de eso, me convertí en uno de esos suscriptores de por vida.
Echando un vistazo a mi piso alquilado, pensé: ¿qué pasó con mis colecciones de DVD? Ahora, eran una suscripción de Netflix. ¿Y mi música? Spotify. ¿Mis libros? Kindle.
Si salgo de casa, nada de auto. Es Uber o Lyft. ¿Me quedo? Pido comida para llevar a través de Doordash o GrubHub.
Si cocino, compro los ingredientes a través de Blue Apron o en el supermercado Whole Foods de mi barrio, en donde puedo pagar por internet a través de Amazon Prime porque, por supuesto, también estoy suscrito a eso.