Esa fría noche de París, Paul Lafargue y Laura Marx habían pactado una cita definitiva con la muerte.
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En la tarde, el yerno y la hija de Karl Marx, de cuyo nacimiento se cumplen 200 años este domingo, se apuraron a resolver sus últimos asuntos pendientes: despedirse de unos amigos, ir al cine, dar una caminata por el Sena, visitar una dulcería cercana para un capricho postrero.
La decisión había sido acordada por ambos mucho tiempo antes con minuciosa frialdad. Y a esas alturas, 43 años de matrimonio, tres hijos muertos, pobreza extrema y vejez, su cotidianidad no daba espacio para las preguntas de la vacilación.
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Laura lo había conocido muchas lunas antes, en una casa de paredes grises en el centro de Londres adonde llegó Lafargue cierta tarde para encontrarse con el ídolo vivo de su juventud.
Allí, entre las sombras de la penuria y la escasez, Karl Marx, el alemán de acento fuerte, barba canosa y melena, ya comenzaban a abrir las brecha de un nuevo pensamiento social en las rutas posibles de la Historia.
Pero lo que quizás no sabía Lafargue, nacido en Santiago de Cuba en 1842 del romance de un hacendado francés y una mestiza cubana, era que al tocar en aquella casa de Dean Street se abrirían ante él las puertas de un nuevo destino.
"Es posible imaginar la impresión que causó en Marx ver llegar a su casa a ese joven apuesto, de piel morena, con acento y formas del trópico", le cuenta a BBC Mundo Leslie Derfler, profesor emérito de historia de la Universidad de Columbia.
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"No sabemos lo que pasó aquel día, pero sí lo que vino después: el joven se volvió discípulo de Marx, uno de los principales difusores de sus ideas y también, su yerno", añade Derfler, autor de la biografía Paul Lafargue y la fundación del socialismo francés.
Paul y Laura se casaron en 1868 y el cubano fue, desde entonces, no solo en el primer latinoamericano en seguir de cerca y difundir el pensamiento del creador del comunismo, sino también miembro y parte de su familia.
Cuando el buque con destino a Francia zarpó de los muelles de Santiago de Cuba a mediados de 1851, Paul Lafargue vio esconderse entre las olas, por última vez, la silueta montañosa de la ciudad de su infancia.
En el puerto quedaron sus abuelos maternos, una india oriunda de Jamaica y un refugiado haitiano, que llegó al oriente de Cuba tras las revueltas y la revolución en la entonces isla de Saint-Domingue.
De ellos y de su madre, escribiría más tarde Lafargue, se llevó la herencia de "la sangre de tres razas oprimidas" y también un peculiar comportamiento, distante del refinado estilo europeo, por el que Marx, en más de una ocasión, le propinó regaños y rapapolvos.
De hecho, en una carta conminatoria de 1866, Marx le escribe a Lafargue que, si quiere continuar sus relaciones con Laura "tendrá que reconsiderar su modo de hacerle la corte", en relación a ciertos excesos y toqueteos en las manifestaciones de cariño hacia su novia.
Mientras en otra, escrita cuando se encontraba ingresado en un sanatorio por una colección de males que iban desde carbunclos hasta hemorroides, le dice a su hija que ya no toleraba al "maldito Pablo" , ni "sus ideas y modales".
"Lo cierto es que no tenemos que idealizar a Marx. Debemos tener en cuenta que fue ante todo un hombre del siglo XIX y que también cargaba con todas las convenciones sociales de esa época", le asegura a BBC Mundo Johannes Maerks, profesor de filosofía de la Universidad de Viena.
"Marx no concebía la idea de la igualdad racial entre los seres humanos. Muchas veces se refirió a Lafargue en algunos escritos con la forma despectiva en alemán de ‘negro’ y es que Marx era una persona que tenía prejuicios raciales, como también tenía prejuicios intelectuales y académicos", afirma el también director del Instituto de Investigación Intercultural y Comparativa de Austria.
"También hay documentos que muestran que Marx pensaba que su yerno no tenía capacidades suficientes por considerar que trataba de un agitador del movimiento socialista", añade.
Las referencias de Marx hacia su yerno han dado paso a disímiles interpretaciones en el transcurso de los años, entre quienes ven en esas referencias un juego, una muestra de cariño o la descarnada evidencia de un supuesto racismo del ideólogo del comunismo.
Enviados de Marx
Lo cierto es que, con los años, Paul y Laura se volvieron dos difusores privilegiados de las ideas de Marx en Europa y, en especial, dentro de los sindicatos de trabajadores.
"Lafargue ya era muy reconocido por sus ideas dentro del movimiento obrero francés y ayudó a interesar a la clase trabajadora, en crear una audiencia obrera, para las enseñanzas de Marx", le explica a BBC Mundo Yohanka León, investigadora del Instituto de Filosofía de Cuba.
De acuerdo con la también profesora universitaria, tanto Lafargue como Laura se dieron a la tarea de difundir la obra de Marx tanto en Francia como en España, donde un exilio obligado tras la Comuna de París también lo obligó a residir.
Ya para entonces, ambos se había dado también a la colosal tarea de traducir "El capital", la obra cumbre de Marx y una de las columnas fundacionales más complejas del pensamiento moderno.
"Se sabe que la traducción de El Capital trajo otro de los desencuentros de Marx con su yerno. Se sabe que Lafargue tenía problemas leyendo y traduciendo del alemán, por lo que se tuvo que auxiliar muchas veces de su esposa y Marx decía que estaban simplificando sus enseñanzas y sus pensamientos con las traducciones que hacían", señala, por su parte, el biógrafo del cubano.
Pero los desacuerdos entre las interpretaciones no terminaron ahí.
Otro tuvo lugar en 1883 cuando, poco antes de su muerte, Marx encaró a su yerno por la forma en la que organizaba el movimiento obrero en Francia y los mecanismos que utilizaba para difundir su pensamiento.
El padre del comunismo científico tildó a Lafargue de usar sus ideas como "propaganda" y fue entonces cuando utilizó la célebre frase (que luego popularizó Federico Engels): "Lo que es seguro para mí es que (si ellos son marxistas, entonces) no yo soy marxista".
Cuando Paul Lafargue terminó de escribir esa noche, tomó una hoja en blanco, la colocó como portada del mamotreto de hojas sueltas y escribió en letras de finos rasgos un título sugerente: El derecho a la pereza.
Faltaba aún un buen tiempo antes de que el manuscrito fuera a las prensas del diario L’Egalité y que se volviera lectura obligada entre partidarios y críticos del movimiento obrero europeo de finales del siglo XIX.
Y faltaba incluso más de un siglo para que el texto se revalorara por lo que en realidad es: una sátira del mundo laboral y un juego irreverente de ideas para mezclar dos pares aparentemente opuestos: hedonismo y comunismo.
"Es un texto que propone que una sociedad emancipada no es aquella en la que se debate el derecho al trabajo, sino aquella donde se discute el derecho a la pereza, entendida en el sentido del ejercicio libre del culto a la ciencia, al arte y al entretenimiento", explica la investigadora del Instituto de Filosofía de Cuba.