Era tarde en la noche cuando María, sola en su cuarto, pensó en quitarse la vida saltando desde la ventana del séptimo piso. Su trabajo, que desempeñaba del otro lado de la puerta, otra vez había comenzado en la madrugada y concluyó 15 horas más tarde.
PUBLICIDAD
Se sentía débil: hace dos días que no comía.
María (que no es su nombre real) había llegado a Brasil desde Filipinas hace dos meses, cuando fue contratada como empleada doméstica por una familia que vivía en una zona acaudalada de Sao Paulo.
Las tareas que le daban para hacer parecían no acabar nunca.
Tenía que ayudar a la madre de la familia con sus tres hijos en edad escolar y un bebé. Luego limpiar el enorme departamento que tenía un gran comedor, una sala y cuatro dormitorios, cada uno con su baño. También debía pasear al perro y acostar a todos los niños.
Su empleadora solía quedarse en la casa, vigilando de cerca todo lo que hacía María. Una vez se quejó de que María no había limpiado bien una mesa de vidrio y la obligó a lustrarla por casi una hora.
Algunos días contaba la ropa que María había planchado y, no satisfecha, la hacía pasar horas planchando más ropa.
Pasaban semanas sin que le dieran a María un día libre. Con tanto trabajo muchas veces no tenía tiempo de comer. A veces tampoco le alcanzaba la comida que le daban.