«¿Te gustaría ver a los pequeños?» preguntó Magdelis Salazar, una trabajadora social, haciéndome señas hacia un patio lleno de gente.
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Estábamos en el orfanato más grande de Venezuela y era la hora después del almuerzo. El patio era una carrera de obstáculos con niños abandonados. Uno de ellos, de unos tres años, estaba sentado en una patineta. Se llamaba «El Gordo» (era uno de los más «gordos» de aquel lugar). Pero cuando lo dejaron aquí, hace unos meses, era un manojo de huesos.
Pasó por delante de una niña, también de unos tres años, que lucía una camisa rosa con diminutas flores. «Ella no habla mucho», dijo uno de los asistentes mientras tocaba su pelo rizado. Su madre la dejó en una estación de tren con una bolsa de ropa y una nota rogando que alguien le diera de comer.
Las tasas de pobreza y hambre se disparan a medida que la crisis económica en Venezuela deja las estanterías vacías de alimentos, medicinas y pañales para bebés. Algunos padres ya no pueden soportar más esta situación. Y están haciendo lo impensable: entregar a sus hijos.
«La gente no puede encontrar comida», me dijo Salazar. «No pueden alimentar a sus hijos, los están entregando no porque no los quieran, sino porque los aman».
Antes de mi reciente viaje a Venezuela para hacer un reportaje, había escuchado que las familias estaban abandonando o entregando a niños.
Sin embargo, fue un auténtico desafío poder conocer a las víctimas más pequeñas de esta nación rota. Mis peticiones para ingresar en orfanatos administrados por el gobierno socialista no habían recibido respuesta.
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Un funcionario de protección de menores, que me advirtió de las condiciones devastadoras, incluyendo la falta de pañales, me aseguró que esta visita sería algo «imposible» de realizar.
Algunos centros de crisis para niños administrados por entidades privadas tienen miedo de dejar pasar a un periodista porque podría dañar las delicadas relaciones con el gobierno de Nicolás Maduro.
Mi compañera venezolana Rachelle Krygier me habló de Fundana, un imponente complejo de cemento construido en lo alto de una colina al sureste de Caracas.
Su familia había fundado el orfanato sin fines de lucro en 1991. Su madre sigue estando al frente de la junta directiva. Rachelle recordó haber sido voluntaria hace una década, cuando era estudiante y los niños que estaban en ese lugar habían sido víctimas de abuso o negligencia.
No hay estadísticas oficiales sobre cuántos niños son abandonados o enviados a orfanatos por sus padres por razones económicas. Pero las entrevistas con funcionarios de Fundana y otras nueve organizaciones privadas y públicas que manejan niños en crisis sugieren que los casos se cuentan entre cientos o más a nivel nacional.
El año pasado, Fundana recibió aproximadamente 144 solicitudes para colocar niños en sus instalaciones, en comparación con las 24 de 2016, cuya gran mayoría estaban relacionadas con las dificultades económicas.
«No sabía qué más hacer», decía Angélica Pérez, una madre de tres hijos de 32 años, con lágrimas en sus ojos.
Una tarde, se presentó en Fundana con su hijo de tres años y sus dos hijas, de 5 y 14 años. Perdió su trabajo de costurera hace unos meses. Cuando su hija menor enfermó gravemente en diciembre y el hospital público no tenía medicamentos, ella gastó sus últimos ahorros en comprar una pomada en una farmacia.
Su plan: dejar a los niños en el centro, donde sabía que serían alimentados, para poder viajar a la vecina Colombia para buscar trabajo. Esperaba que finalmente pudiera recuperarlos. Por lo general, a los niños se les permite permanecer en Fundana de seis meses a un año antes de ser asignados en hogares especiales o en adopción.
«No sabes lo que es ver a tus hijos pasar hambre», me confesaba Pérez. «No tienes idea. Siento que soy responsable, como si les hubiera fallado. Pero lo he inventado todo. No hay trabajo y en poco tiempo se quedan súper delgados», relataba.
«¡Dime! ¿Qué se supone que debo hacer?» exclamaba.
Venezuela cayó en una profunda recesión en 2014, golpeada por una caída de los precios mundial del petróleo y por años de mala gestión económica.
La crisis ha empeorado en los últimos meses. Un estudio realizado por Caritas, la organización benéfica católica que trabaja en las áreas más pobres de cuatro estados, encontró que el porcentaje de niños menores de cinco años que carecían de una nutrición adecuada había aumentado hasta el 71 por ciento en diciembre, cuando siete meses antes ese proporción se situaba en el 54 por ciento.
El Ministerio de Bienestar Infantil de Venezuela no respondió a las solicitudes de comentarios sobre el fenómeno de niños abandonados o enviados a orfanatos a consecuencia de la crisis.
El gobierno socialista ofrece cajas gratuitas de alimentos a las familias pobres una vez mes al mes, aunque ha habido demoras debido a que los costos de los alimentos se han disparado.
Durante años, Venezuela tenía una red de instituciones públicas para niños vulnerables: estaciones tradicionales para quienes necesitan protección temporal o a largo plazo.
Pero los trabajadores de bienestar infantil dicen que las instituciones están colapsando y que algunos corren el riesgo de cerrar debido a la escasez de fondos y otros están en situación crítica porque carecen de recursos.
Entonces, cada vez más, los padres dejan a sus hijos en las calles.
En el arenoso distrito de Sucre, en Caracas, por ejemplo, ocho niños fueron abandonados en hospitales y espacios públicos el año pasado, en comparación con los cuatro de 2016. Además, los funcionarios dicen que registraron nueve casos de abandono voluntario por razones económicas en un servicio de protección infantil en el distrito en 2017, a pesar de que el año anterior no habían registrado ninguno. Un funcionario de bienestar infantil de El Libertador, una de las zonas más pobres de la capital, calificó de «catastrófica» la situación en los orfanatos públicos y los centros de atención temporal.
«Aquí tenemos graves problemas», dijo el funcionario, que habló bajo condición de anonimato por temor a las represalias del gobierno autoritario. «Definitivamente hay más niños abandonados. No es solo que haya más, sino que sus condiciones de salud y nutrición son mucho peores. No podemos ocuparnos de ellos», explica.
Con el sistema público colapsado, la carga recae cada vez más en las instalaciones privadas administradas por organizaciones sin fines de lucro y organizaciones benéficas.
Leornardo Rodríguez, que controla una red de 10 orfanatos y centros de atención en todo el país, señala que en el pasado, los niños que llegaban a sus centros casi siempre procedían de hogares donde habían sufrido abuso físico o mental.
Pero el año pasado, las instituciones recibieron docenas de llamadas, hasta dos por semana, de mujeres desesperadas que iban a dar luz a sus hijos y estaban preocupadas por la alimentación de los recién nacidos. La demanda es tan alta que algunas de sus instalaciones ahora tienen listas de espera.
Para gestionar el aumento de la demanda en Fundana, la organización abrió una segunda instalación en Caracas con la ayuda de donantes privados. Pero aún tenía que rechazar docenas de solicitudes para recibir niños. En Bambi House, el segundo orfanato privado más grande de Venezuela, las solicitudes de colocación aumentaron en un 30 por ciento el año pasado, según Erika Pardo, su fundadora.
«Las familias que acogen a niños están pidiendo niños mayores porque los pañales y los medicamentos son imposibles de encontrar o son muy caros», lamentó. En esa línea, el número de mujeres embarazadas que buscan poner a sus hijos en adopción también está incrementando considerablemente.
José Gregorio Hernández, dueño de una de las principales agencias de adopción de Venezuela, Proadopcion, dijo que en 2017, su organización recibió de 10 a 15 solicitudes mensuales de mujeres embarazadas que deseaban dar a luz a sus bebés, en comparación con una o dos solicitudes por mes en 2016. Abrumado ante tanta demanda, la organización tuvo que rechazar a la mayoría de las mujeres. Aceptó 50 niños en 2017, frente a los 30 que había acogido en 2016.
Para muchas familias venezolanas, el hambre es una opción insoportable.
Conocí a Dayana Silgado, de 28 años, cuando ingresó en el nuevo centro de alimentos de Fundana dirigido a aquellos padres que están sufriendo las consecuencias de la grave crisis económica. Silgado parecía agotada. Los omóplatos de su delgado cuerpo sobresalían de la parte superior.
En noviembre entregó a sus dos hijos más pequeños a Fundana tras perder su trabajo como limpiadora municipal por culpa de los recortes presupuestarios de la ciudad. Ella sabía que en el centro sus hijos recibirían tres comidas al día.
La casa infantil de Fundana no acepta niños mayores, por lo que Silgado aún estaba haciendo lo imposible por alimentar a sus dos hijos mayores, de 8 y 11 años, en su casa.
La leche, las sardinas y la pasta gratuitas ofrecidas por el centro ayudaron de alguna manera. Sin embargo, no era suficiente.
Después de cenar, según cuenta Silgado, sus hijos le dicen: «Mamá, quiero más».
«Pero no tengo nada más que ofrecerles», lamenta.