El volcán Antisana, un gigante de nieve situado a 5.758 metros sobre el nivel del mar en la cordillera ecuatoriana, ve derretir el manto blanco que lo cubre, castigado por los efectos del cambio climático, que podrían dejarlo semidesnudo de continuar al ritmo actual.
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La variación global del clima ha significado una reducción del glaciar del Antisana en unos 350 metros en los últimos 20 años, según Luis Maisincho, investigador del Instituto Nacional de Meteorología e Hidrología (Inamhi).
Y si en números la situación pinta preocupante, una mirada al glacial desde el frío páramo a sus pies además de belleza, devuelve tristeza por los numerosos huecos negros que ahora sobresalen en lo que antes parecía un volcán bañado con crema batida.
Pero las consecuencias de la reducción del glaciar no se quedan en la postal. Aparte de los efectos a la fauna y flora de la zona, miles de habitantes del sur de Quito podrían terminar sin el agua que les llega del coloso situado a menos de una hora de la capital en automóvil.
La aceleración en el retroceso del glaciar no se ha detenido desde la década de los setenta, y las proyecciones apuntan a que, de continuar la tendencia, el pie del glaciar, que ahora está a 4.850 metros de altura, podría avanzar hasta los 5.300 metros, según Maisincho, que alerta de un proceso «irreversible» de continuar así.
Aunque el daño ya está hecho, hundirse en lamentos o perderse en la búsqueda de culpables parece el peor de los escenarios para la naturaleza, a la que le urge que la sociedad junte sus manos para concienciarse y contrarrestar los efectos del cambio climático.
Es que la acción del hombre, igual que es destructora también puede ser protectora, como señala el embajador de España en Ecuador, Carlos Abella y de Arístegui, en el Antisana.
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Allá llegó con otros colegas de la Unión Europea (UE), para lanzar desde el glaciar un mensaje para «hacer al planeta verde otra vez» y para mostrar el manto sombrío del cambio climático, desde los jirones mismos del blanco ropaje del coloso.
No hay otra opción que trabajar en conjunto, dice con la mirada en el volcán la embajadora de la UE en Ecuador, Marianne Van Steen, y concuerda el ministro local de Ambiente, Tarsicio Granizo, al lamentarse de la situación «dramática» de los glaciares en el país, aunque también aplaude los esfuerzos de conservación.
Y es que en medio de un fuerte y frío viento, Granizo mira complacido la reserva ecológica Antisana, que extiende sus 120.000 hectáreas entre las provincias de Napo y Pichincha, con un rango de altitud que va de los 1.400 a los 5.758 metros, y que acuna a cóndores, osos de anteojos, pumas, tigrillos y lobos, entre otros.
Ya casi no hay vacas ni caballos pues se los expulsó de la reserva porque dañaban el suelo, al punto de dejar algunas zonas sin vegetación, y porque destruían los humedales.
No todos los turistas (60.000 sólo en 2016), han respetado el paradisíaco lugar, al que se llega por un camino asfaltado y rodeado de planicies y montañas que combinan su verdes plantas con el amarillo verdoso de los pajonales que danzan al viento.
Hay quienes dicen que el clima de la zona recibe al turista de acuerdo a sus vibras: lluvioso a quienes dan a su úlcera un trabajo forzado, y con un sol radiante a los de ánimo ligero, pero estos últimos tampoco se libran del fuerte y helado viento de la zona.
Aunque hay momentos de aguas calmas, a 3.920 metros y dentro de la misma zona protegida a los pies del Antisana, la ventisca levanta pequeñas olas en el embalse en que se convirtió la laguna de La Mica, arropada por pequeñas montañas.
Con capacidad de 24,07 millones de metros cúbicos de agua, -la mayoría proveniente del glacial que decrece en el Antisana-, La Mica abastece del líquido vital a 650.000 habitantes del sur de Quito, y la leyenda dice que esconde sirenas en sus profundidades.
Manuel Simba, guardapáramo de la reserva hídrica Antisana hace 16 años, recuerda que antes la zona era de hacendados que tenían muchos empleados que llevaban a pastar el ganado, pero ellos -cuenta- aprovechaban el viaje para beber alcohol y pescar.
Como lo oyó, repite que las sirenas buscaban a los más borrachos y los halaban de los pies, mientras Granizo cuenta la leyenda del duende chusalongo que daña a quien lastima a la montaña y bromea: «Debería haber un ejército de chusalongos en todo lado» para combatir el cambio climático.
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