En la actualidad estamos solos, nos hemos acostumbrado a ser la única especie de humano que existe y nos resulta extraño pensar que, en los no tan lejanos años del Pleistoceno nuestro planeta estaba poblado por diferentes especies de humanos dispersos a causa de diversas migraciones, que habían ido avanzando terreno y que se asentaron a lo largo y ancho de Eurasia.
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Más tarde, hace aproximadamente 100.000 años, nuestros antepasados (los primeros humanos anatómicamente modernos) iniciaron una serie de migraciones que los llevaría desde su cuna en África hacia todos los rincones de Europa y Asia. El encuentro con aquellas otras especies diferentes, dentro del mismo género homo, dejó una huella imborrable que aún se conserva en nuestro ADN. De hecho, hoy sabemos con certeza que en nuestro genoma existe un porcentaje de ADN procedente de otras especies de homínidos que nos indica claramente que existió un trasvase genético.
«Los restos fósiles o líticos que tenemos actualmente no nos dan muchas pistas sobre conductas sexuales concretas, sin embargo los análisis genéticos nos revelan que hubo hibridación entre especies» explica a EL ESPAÑOL la doctora María Martinón, paleoantropóloga e investigadora del equipo de Atapuerca. «En nuestro ADN llevamos aproximadamente un 3% de genes neandertales por lo que podemos afirmar rotundamente que hubo contactos sexuales, pero si analizamos el tiempo en el que ambas especies cohabitaron y lo comparamos con ese porcentaje, vemos que es muy pequeño: es un trasvase genético muy bajo a pesar de que coincidieron durante más de 60.000 años… No debieron de encontrarse muy atractivos».
Los primeros indicios de coexistencia entre neandertales y humanos anatómicamente modernos en una misma zona datan aproximadamente de hace 100.000 años y se han encontrado en yacimientos de Palestina e Israel. Nuestros antepasados sapiens utilizaron ese estrecho pasillo de Medio Oriente para llegar hasta Europa y allí se encontraron con otra clase de homínidos.
«El impacto de aquel encuentro debió de ser espectacular», indica Martinón, «eran muy diferentes cultural, tecnológica y sobre todo anatómicamente».
Muchas veces, cuando se habla de sexo entre neandertales y sapiens, tendemos a pensar que hubo un intercambio sexual fluido y constante… pero no fue así. «Los contactos sexuales fueron muy escasos porque, para empezar, ambas especies no se reconocían a ellas mismas como iguales: los neandertales eran muy fornidos, de piel blanca, ojos claros y de cabello pelirrojo o rubio, mientras que nuestros antepasados que, recordemos que procedían de una migración más reciente desde África, eran más escuálidos y de piel oscura», añade la investigadora.
No se han encontrado yacimientos mixtos de humanos y neandertales, el trasvase tecnológico y cultural entre especies apenas existe y ambos grupos se mantuvieron independientes durante decenas de miles de años: «A pesar de haber coincidido durante tanto tiempo no hay evidencia arqueológica de convivencia de ambas especies, por lo que ese 3% de ADN neandertal en nuestros genes es a buen seguro producto de contactos sexuales muy esporádicos».
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Además los estudios más recientes en paleogenética indican que estos escasos encuentros sexuales daban como resultado varones estériles y se producían mayoritariamente entre los fornidos machos neandertales y las sugerentes y exóticas hembras sapiens. «Poco podemos decir sobre si estos contactos sexuales fueron pacíficos, consentidos o por el contrario fueron violentos, pero imagino que de todo habría… Sin embargo, si ha llegado ADN hasta nuestros genes es porque el fruto de esas relaciones sexuales se cuidó y sobrevivió, por lo que podríamos sugerir que, por lo general, no debieron ser violaciones».
No obstante, la conducta sexual de nuestros antepasados no difiere tanto de muchos de nuestros actuales comportamientos. El paleontólogo y divulgador Pepe Cervera nos recuerda que «muchos de los comportamientos sexuales que hoy consideramos modernos tienen en realidad su origen en cuestiones anatómicas que se produjeron hace millones de años».
La idea del troglodita arrastrando del pelo a su pareja hacia una caverna es una imagen errónea; las conductas sexuales de nuestros antepasados no eran tan diferentes a las nuestras puesto que estamos condicionados por sus mismos elementos evolutivos.
En el reino animal la cópula cara a cara es poco frecuente. Por supuesto existen especies, incluyendo algunos de nuestros primos primates como los chimpancés, que ocasionalmente utilizan esta postura sexual… pero es algo inusual y esporádico. Hacer el amor frente a la pareja se ha visto históricamente como un comportamiento típicamente humano, un hecho diferenciador de nuestra especie y sin embargo, su principal razón es más anatómica que romántica.
A mediados de la década de los 70, el equipo de Mary Leaky consiguió desenterrar en un yacimiento de Tanzania las famosas huellas de Laetoli, confirmando que nuestros ancestros ya caminaban erguidos hace 3,7 millones de años.
Nuestra evolución hacia el bipedismo ha marcado muchas de nuestras conductas sexuales puesto que conllevó diversos cambios anatómicos en nuestro cuerpo. Los más significativos para el tema que abordamos son los que afectan a la cadera que, en el caso de la mujer, derivaron en una posición de la vagina diferente a la del resto de primates.
«Ese giro de la cadera, hacia adelante y hacia abajo, desplazó la vagina e hizo que copular cara a cara se convirtiese en la posición más cómoda y eficaz» señala Cervera, «la postura del misionero ha sido la más utilizada y característica de nuestra especie desde la aparición de los primeros homínidos bípedos, la propia Lucy se apareaba cara a cara».
Hace unos cuatro millones de años, los antepasados del ser humano comenzaron a erguirse y a caminar sobre sus dos miembros inferiores. Este proceso hacia la bipedestación nos trajo importantes beneficios al dejarnos las manos libres para otras tareas como la fabricación de utensilios, el transporte de alimentos o crías, fácil acceso a los frutos de los árboles… pero también nos dejó algunos problemas fisiológicos que debían encontrar solución: el orgasmo femenino es una de estas brillantes soluciones.
«En la mayor parte de nuestros parientes primates las hembras no sienten placer con tanta intensidad como las humanas», explica Pepe Cervera. «Para las hembras del resto de especies el acto sexual es algo ligero, tanto que a los pocos segundos después de la cópula ya están activas, andando y moviéndose como si nada. El macho las monta e, instantes después, vuelven tranquilamente a sus quehaceres con toda normalidad».
De no existir el orgasmo femenino, tras realizar la cópula, la mujer se incorporaría y debido a la posición vertical de su vagina, el semen se deslizaría
En 1967 el zoólogo Desmond Morris publicaba su obra más conocida, El mono desnudo, en la que postulaba que una buena parte de nuestras conductas actuales son remanentes evolutivos de nuestra etapa de cazadores-recolectores. Para el británico, la aparición del orgasmo en las hembras humanas es una respuesta sencilla y eficaz a los problemas reproductivos que surgieron con la vertilicalización de la vagina.
De no existir el orgasmo femenino, tras realizar la cópula, la mujer se incorporaría y debido a la posición vertical de su vagina, el semen se deslizaría hacia abajo disminuyendo las probabilidades de embarazo. Un mecanismo biológico para que evitar que eso no ocurra es que surja una razón por la que no levantarse inmediatamente… El orgasmo deja extenuada a la hembra humana que permanece tumbada durante un tiempo, aumentando las posibilidades de fecundación.
El estro oculto o por qué lo hacemos a cualquier hora
Otro de los elementos que explican determinados comportamientos sexuales en humanos es el estro. «Hay una gran diferencia entre los humanos y el resto de primates: ellos tienen un estro, es decir un periodo de celo, muy marcado» explica Pepe Cervera. Exceptuando determinadas especies como los bonobos y algunos chimpancés, el resto de los primates apenas practican sexo fuera de los momentos de ovulación de sus hembras».
El sexo en la mayoría de los mamíferos solo se produce si la hembra está receptiva, por tanto la cuestión fundamental del estro es que como se copula durante un periodo muy breve de tiempo se señaliza de una forma muy llamativa… de aquí vienen los culos rojos e hinchados, los olores fuertes en la orina, señales claras e inequívocas de que la hembra está receptiva.
La ovulación en primates tiene una duración similar al de las mujeres, sin embargo los primates no copulan fuera de de ese periodo y nosotros sí. ¿Por qué?, se pregunta el paleontólogo, «pues es sencillo: el estro en homínidos está oculto, el macho no sabe cuándo la hembra se encuentra en su semana fértil, no sabe cuándo está receptiva y por tanto debe estar dispuesto a cualquier hora del día». De hecho, los estudios estadísticos sobre mortalidad, natalidad y longevidad de nuestros antepasados sugiere que tuvieron que ser «verdaderas máquinas del sexo, puesto que para asegurar una descendencia viable debían copular varias veces al día… no está mal».
Con información de Elespañol.com