El sumo es uno de los deportes más antiguos del mundo. Si bien nació como un entrenamiento de lucha para utilizar en los combates varios años antes del nacimiento de cristo, con el tiempo fue mutando hasta convertirse en un ritual para la nación japonesa que lo adoptó como su deporte nacional.
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Pero detrás de la gloria y la admiración que arrastran los luchadores, existe un mundo oscuro que comenzó a conocer la luz hace apenas algunos años, sobre todo luego de la muerte de un aprendiz de 17 años durante un exhaustivo entrenamiento en 2007.
El sumo, como la mayoría de los deportes, tiene distintas categorías de acuerdo al nivel. Los mejores luchadores, cerca de 60, se encuentran en la primera división y cobran salarios superiores a los USD 12 mil. Mientras que en las tres peores divisiones no se percibe dinero alguno.
En cuanto a las dietas, no hay diferencia de nivel. Todos deben almorzar y cenar caldos de carne y verduras acompañados con grandes cantidades de arroz. Una vez terminados de comer, duermen un largo rato hasta que los despiertan los entrenadores a media tarde para trabajar. Además, al amanecer no desayunan y entrenan con el estómago vacío.
Entre las obligaciones más insólitas se destacan la prohibición de utilizar teléfonos celulares, de manejar y de tener pareja, en el caso de estar por debajo de las primeras dos divisiones. Además, su vestimenta (mawashi), que apenas cubre las partes íntimas, es tan sagrada que no pueden utilizar otra, ni siquiera en invierto al transitar por la vía pública.
Las mujeres son sinónimos de contaminación y por eso quienes quieran mejorar su rendimiento deberán alejarse de ellas. Incluso, si un sumo desciende hasta la tercera categoría deberá abandonar a su esposa y a su familia para volver a entrenar severamente, a menos que se retire.
A diferencia del resto de los deportes, estos luchadores obesos que deambulan en las categorías menores están obligados a vivir en los lugares de entrenamiento conocidos como «establos». Allí siguen los consejos de los «maestros», quienes utilizan la violencia como método de enseñanza.
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«¿Los establos más estrictos tienden a producir mejores luchadores?», consultó un periodista de la BBC: «Definitivamente», respondió Mark Buckton, ex comentarista y columnista del Japan Times.
En junio de 2017 el aprendiz de 17 años Takashi Saito falleció luego de sufrir un colapso durante una sesión de práctica en el establo de Tokitsukaze, ubicado en la ciudad de Inuyama.
Entre los abusos que padeció se destacan golpes en el cuerpo con un bate de béisbol de metal y una botella de cerveza. El maestro Jun’ichi Yamamoto admitió que él fue quien dio la orden de golpearlo salvajemente.
Por eso fue arrestado en 2008 y finalmente sentenciado en 2009 a seis años de prisión por homicidio involuntario, junto a otros tres luchadores que participaban de estos brutales ataques que duraron poco menos de tres meses.
«Antes de que mataran al niño en 2007, había palizas regularmente. Se veían a muchachos con hematomas en la espalda y en la parte posterior de las piernas, por no esforzarse lo suficiente», contó Buckton en diálogo con la cadena británica.
En octubre de este año el campeón de sumo japonés Harumafuji se retiró luego de haberle fracturado el cráneo a un luchador más joven durante una pelea en un bar. Lo insólito es que el entrenador del joven golpeado, Takanohana, atestiguó en el caso y fue criticado por romper el pacto de silencio tácito, existente en el ambiente.
Mientras tanto, el sumo sigue siendo considerado parte de la historia de Japón y el público mantiene vivo al deporte que en los últimos años comenzó a mostrar su peor cara.