Las colocaron desnudas, una al lado de la otra. Eran varias.
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Entre ellas había una cierta distancia para que pudieran cumplir con una orden: estirar los brazos y abrir las piernas hacia los lados.
De repente, a una de ellas se le cayó algo de la vagina.
Era un condón con dinero en su interior.
Sucedió durante una de las inspecciones que los tratantes de Marcela solían hacerles sin previo aviso a las mujeres que explotaban sexualmente en Japón.
"Al ver qué era, a mi compañera le quemaron sus genitales con un cigarrillo", me cuenta.
"Al día siguiente, como si no hubiese pasado nada, la forzaron a seguir trabajando. Tenía que pagar su cuota".
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"Y ahí comenzó una ley: ‘Aquella que descubramos que se esconde dinero, le quemaremos sus genitales’. Yo no lo viví pero lo vi. Nunca me atreví a hacerlo porque me daba mucho miedo".
Ni ella ni sus compañeras recibían dinero de los clientes.
"Ellos siempre pagaban en el hotel o en el sitio a donde nos llevaban, pero a veces nos daban propinas y eso también (los proxenetas) trataban de quitárnoslos".
El principio del infierno
El hombre que se le acercó a Marcela Loaiza en una discoteca de Pereira, Colombia, no tenía intenciones de bailar con ella ni de enamorarla.