En 1888, en la ciudad francesa de Arles, se produjo un evento que se convertiría en una leyenda moderna: un extranjero llegó a la puerta de un burdel y le entregó a una de las chicas un paquete que contenía un pedazo sangriento de su propia carne.
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El hombre se llamaba Vincent van Gogh.
En ese momento, era un pintor desconocido y sin éxito, pero llegaría a ser uno de los artistas más célebres de todos los tiempos.
Ese año en Provenza lo definió: fue el que lo vio crear sus obras maestras más preciadas, pero también aquel en que se mutiló.
Fue encontrado en su cama a las 7 de la mañana en la víspera de Navidad acurrucado en posición fetal y con la cabeza envuelta en trapos empapados de sangre.
El policía que lo encontró pensó que estaba muerto.