Se sabía que esto de divertido no tenía mucho.
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Muchos, incluido el presidente, Mauricio Macri, no querían jugar una final de Libertadores entre los históricos rivales y equipos más grandes de América, River Plate y Boca Juniors.
Se juega demasiado, la tensión es enfermiza.
Algunos, de hecho, han tenido que medicarse en estas semanas, ir al médico, tomar pastillas para poder dormir.
Este partido -que también fue suspendido en su primera vuelta por lluvia hace dos semanas- no es una fiesta, sino un martirio.
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Y por eso durante toda la tarde de este sábado, mientras 60 mil personas esperaban a ver si se jugaba la llamada súperfinal, las gradas parecían más una sala de espera de un hospital que un evento deportivo.
Qué pasó
Es imposible entrar en los detalles de los incidentes que llevaron a la suspensión sin preguntarse por la factibilidad de las teorías que se comentaban en el palco de prensa del estadio Monumental.
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Son anécdotas de tráfico de influencias, de intereses políticos, de corrupción en un país que vive una crisis económica y enfrenta una semana complicada: paro de Aerolíneas Argentinas el lunes, protestas casi todos los días y la organización de nada menos que la cumbre del G20 el viernes con la presencia de los mandatarios más importantes del mundo.
Cuando alguien vio un tuit que reportaba el lanzamiento de gas pimienta a jugadores, muchos periodistas, los más viejos, vieron inevitable la suspensión.