Al amanecer, las tinieblas cubrieron otra vez el cielo de La Habana.
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El polvo espeso de la destrucción cubría la ciudad y los truenos de pólvora remecían los tejados, las columnas, los soportales, las mansiones, los campanarios, los fuertes, las tabernas, los prostíbulos del puerto…
Los últimos niños, mujeres y curas que aún quedaban dentro de las murallas huyeron a Managua, un poblado en el sur que les había servido de refugio desde que comenzó un mes antes el asedio.
Toda la villa estaba en pie de guerra, pero el viento de la mañana que soplaba desde el mar traía el olor amargo de la derrota.
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Tras 44 días de sitio, el gobernador de Cuba, Juan de Prado Malleza Portocarrero y Luna, sabía que, a esas alturas, todo esfuerzo era en vano.
Ya había mandado a cruzar cadenas gruesas la entrada de la bahía, a encallar allí tres embarcaciones para cerrar el paso, a que la población saliera con mosquetes o lo que tuviera a defender los últimos reductos que todavía no habían caído en manos enemigas.
Del otro lado de la bahía, un negro liberto, Pepe Antonio, regidor de la villa de Guanabacoa, soportaba a planazos de machete el avance indetenible de la armada británica.
Pero ya era demasiado tarde.