Recuerdo la primera vez que un extraño se quedó mirándome las piernas, boquiabierto.
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Ocurrió en un verano, antes de cumplir los 11 años.
Estaba en una tienda cerca de mi casa. El hombre, que lucía como de la edad de mi padre, se paró detrás de mi mamá y de mí en la cola para pagar y me miró de arriba a abajo.
Pero no fue amabilidad lo que detecté en su mirada.
Me desarrollé precozmente y lucía bastante mayor de lo que era, por lo que a mi mente le costaba mucho entender los cambios que estaban ocurriendo en mi cuerpo.
Las miradas de hombres mayores me hacían sentir ansiosa e insegura.