La rutina consistía en infectarlos con virus letales para luego abrirlos vivos sin anestesiarlos y extraerles algunos órganos.
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Los enfermaban de cólera, disentería, ántrax y tifus y luego estudiaban y registraban sus reacciones y cuerpos con el fin de desarrollar armas biológicas y químicas de destrucción masiva.
Este procedimiento del horror se practicó a al menos 3.000 prisioneros de guerra, principalmente chinos aunque también coreanos y rusos, en una base militar secreta antes y durante la Segunda Guerra Mundial.
La instalación, que se hacía pasar por un departamento científico y de purificación de aguas, era conocida como la Unidad 731 y fue el brazo más importante del programa bélico biológico del ejército imperial japonés.
Existió entre 1936 y 1945 en la ciudad de Harbin, en el norte de China, en ese entonces invadida por las tropas imperiales de Japón.
Cuando la guerra llegó a su fin, Japón se rindió y Estados Unidos pasó a tener control de los archivos militares del país asiático durante nueve años.
Por entonces, no se dieron a conocer detalles de la Unidad 731. Ni los militares ni los científicos que trabajaban allí fueron juzgados.
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Pero décadas después, comenzaron a surgir escalofriantes testimonios que arrojaron luces sobre las labores del temido escuadrón y revelaron un oscuro capítulo de la historia de Japón.
"Morían por segunda vez"
"Al principio de la década de 1980, empezó a haber un aumento de los relatos de guerra que hablaban explícitamente del rol del soldado japonés como un victimario", escribieron los académicos Takashi Inoguch y Lyn Jackson en un artículo sobre el tema publicado en 1995 por la Universidad de Naciones Unidas.
El gobierno chino, por su parte, también comenzó a recolectar evidencias como parte de una política de documentar los crímenes de guerra cometidos contra China, según reportó en 1983 la periodista del Washington Post, Tracy Dahl.
En el reportaje de Dahl, un funcionario chino llamado Han Xiao dijo que "lo más cruel que hicieron los japoneses" había sido experimentar con prisioneros de guerra hasta su muerte.
Al mismo tiempo, investigadores solicitaron acceso a archivos militares en Tokio para reconstruir la historia, una petición recibida con reticencia por parte del Estado japonés, según reportó el New York Times en 1999.
El aporte más impactante, sin embargo, fue el de los propios japoneses que pertenecieron a la Unidad 731.
Uno de ellos fue Yoshio Shinozuka, quien sirvió como médico militar en la base secreta, aunque dijo considerarse en realidad un criminal de guerra.
"Hice lo que ningún ser humano debería hacer", declaró a medios japoneses citados por la BBC en julio de 2002.