"Esto es un campo de concentración. Hace varios días que estamos aquí, no nos dejan salir y vivimos en las peores condiciones".
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El que habla es Mohamed Nasser Al Humaikani. Delgado, de hablar suave y mirada dócil, alrededor de su cabeza orbitan decenas de moscas. Él las espanta con las manos, pero es un esfuerzo inútil. Los insectos regresan, dan varios giros y finalmente se posan sobre su piel sudorosa.
Mohamed es yemení. A principios de agosto de 2017 fue sorprendido por efectivos del Servicio Nacional de Fronteras de Panamá, el Senafront, mientras atravesaba de sur a norte el Tapón del Darién, un bloque selvático de 575 mil hectáreas entre Colombia y Panamá.
Iba camino a Norteamérica y fue sorprendido después de deambular durante cuatro días a través del territorio espeso del tapón, considerado una de las zonas más intransitables y peligrosas del planeta.
Después de que se rindió debido al agotamiento, fue conducido hasta la base militar de Metetí, unos 250 kilómetros al este de Ciudad de Panamá. (Al momento de publicar este artículo, los migrantes yemeníes habían sido trasladados hasta Ciudad de Panamá y devueltos a su país de origen, de acuerdo a la información del Servicio de Migración de Panamá).
Los yemeníes varados son solo un síntoma de una condición crónica.
En los últimos tres años Panamá ha recibido desde Colombia una oleada de migrantes originarios de países tan diversos como Cuba, Haití, Bangladesh o Somalia, todos decididos a aventurarse por la selva para llegar, muchos kilómetros después, a Estados Unidos.
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El fin de los "pies secos"
El subcomisionado Jorge Gobea, coordinador de temas migratorios del Senafront, luce un poco joven para su condición de comandante. Es alto y su uniforme está limpio y prolijo como si acabara de salir de un desfile militar.