En 1720, John Law tuvo la suerte de poder escapar vivo de París. La muchedumbre clamaba sangre. Su sangre. Logró huir con un exquisito diamante, el último remanente de su enorme fortuna.
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No era la primera vez que Law se veía obligado a dejar una ciudad para salvar su vida. En 1697, a los 26 años, huyó de Londres.
Había estado coqueteando con la futura condesa de Orkney. Su esposo lo desafió a un duelo. Law ganó, es decir que mató al esposo, y por ello lo sentenciaron a muerte. Se salvó escapándose de la cárcel.
Law era un matemático brillante que entendía la nueva ciencia de la probabilidad. También era un tahúr y usaba esos conocimientos en beneficio de su hábito de juego.
No obstante, sufrió algunas pérdidas drásticas. Había tenido que hipotecar su propiedad familiar en Escocia para pagar sus deudas de juego. Y, por no poder pagar, fue expulsado de Venecia, Génova y París.
Pero antes de tener que dejar la última ciudad, su excepcional encanto y sorprendentemente original forma de pensar llamaron la atención de Philippe d’Orléans, un joven que estaba destinado a gobernar Francia, con quien forjó una amistad.